Capítulo noveno: el terrorista de la cerilla
Galicia arde por los cuatro costados. Vivimos en una especie de infierno ibérico donde una marea roja de llamas y ascuas quema los bosques, incendia casas, y nos regala miedo, desesperación, rabia. Los recursos y dispositivos de Galicia han sobrepasado su límite y voluntarios y fuerzas de toda España acuden en ayuda de mi tierra que arde bajo el devorador incansable: el fuego. Ayer regresé de Castilla con cierta alegría; quería volver a ver monte verde, Galicia, oler al campo galaico, que tanto me enamora. Y me encontré con una Galicia gris, negra, roja. Una Galicia agonizando bajo las brasas de una panda de capullos. El tren en el que regresaba me dejó en Ourense, sí. A mí y a todo el pasaje, puesto que la vía estaba cortada a causa de los incendios y tuvieron que bajarse en mi ciudad todos los que recorrían Galicia hacia Santiago, Vigo o Pontevedra y al carajo. Ayer Ourense apestaba a mascletá. A la noche, por la ventana abierta entraba el olor de las calderas de Pedro Botero: pero venía otro olor aún peor, el olor del hijo de puta, porque la gran mayoría de incendios son provocados, provocados por idiotas que no tienen nada mejor que joder a Galicia, verdadero potaje de incendios, hogueras, catástrofes y subnormales.
Ojalá los quemaran vivos a ellos. Y juro que yo lo haría con gusto.
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