Capítulo Quinto: Terrazismo
Haciendo honor a la petición de cierto e insigne Odiador del otro lado del Charco, permítame el avezado náufrago que llega a esta costa no impelir a la lectura al lector fiel. De nuevo, este pequeño escrito está basado en una sencilla vivencia personal: no soporto las terrazas de la zona "chic" de mi ciudad de Ourense: San Lázaro.
Esta mañana, tras haber terminado con ciertas obligaciones burocráticas acompañando a mi madre, decidió sentarse en las susodichas terrazas; el sitio en sí no está tan mal, de no ser porque los camareros se pasan la mitad del día escondidos en algún rincón fuera de esta dimensión, por la legión de yonkis que acuden rogando dinero para un autobús a Santiago (hay uno que lleva un año dándome la misma excusa: le faltan dos euros para coger el bus a Santiago); y claro, detrás de los yonkis, vienen los rumanos y de cuando en cuando, una vez se han marchado los rumanos algún mendigo de los de toda la vida. El problema es que como le sueltes una moneda a uno, te acosarán todos para el resto de tu vida siempre que pases por ahí; y no me malinterpreten, bastante desgracia tienen algunos, pero uno no puede dejarse veinte euros cada vez que se pasa por ahí.
Hasta ahí, puede ser un sitio normal, pero entonces aparece la "jet set" de aquesta mi vieja ciudad. Entiéndase por "jet set" a las hordas de Marujolandia, grupitos de señoras de mediana edad que se sientan con todas sus alhajas brillando al sol que se cuela entre los robles, piden dos aguas y un café entre cinco (pero con patatas, anchoas y aceitunas de tapa, por supuesto). Y entonces empieza la afición popular por excelencia de las cincuenta Damas de la Orden de Marujolandia (entre alguna pareja o un anciano tomando su whiskito por allí perdidos): criticar, criticar, criticar. Lo que sea, como sea, y al precio que sea. Se organizan bajo una voz cantante, que grita más de lo que habla, que hace aspavientos que recuerdan a un epiléptico en plena crisis y protesta por todo aquello que no puede aferrar con su zarpa codiciosa; el resto, como buenas gallinas, cloquea al son del gallo (aunque también sea femenino en este caso) y el gallinero va que da gusto verlo: todo es una crítica orquestada y melódica que no deja títere con cabeza.
Como dije, hoy estaba sentado en una de esas terrazas con mi madre. A nuestro lado, una pareja de jóvenes salidos como mandriles adolescentes jugueteaban inocentemente sin molestarnos más que con el sonido fuera de escala habitual. ¡Pero a nuestra derecha! Se sentaron cinco Marujonas en campaña, pidieron un café, un agua y una Fontvella Sensación Manzana y nada más sentarse, empezaron a criticar a la camarera por tener "más culo que espalda" y su peinado "absolutamente horroroso", posteriormente a la horda de mendigos que le asaltaron pidiendo una moneda y un cigarro, a la pareja de mandriles por escándalo público, al anciano que estaba dando de comer a las palomas por poco higiénico, a mí por reclinarme en el respando y tener las piernas estiradas (¿¡tanto les ofendía!?), étc, étc.
Les dirigía una señorona con un peinado que recordaba a una cresta multifacetada y cuyo modelo dolorosamente llamativo haría enternecerse a la mismísima Ágata Ruiz de la Prada. Una vez se embaló con mi crítica, se lanzó a una cruzada por la purificación de la juventud, acusando a los jóvenes de una plétora de calificativos poco apropiados para escribir aquí por su manida simpleza a voz en grito, espantado a las palomas, al ancianito y a mi paciencia.
Cuando amablemente le pedí si podía hablar más bajo, me ignoró con un gesto de "a freír espárragos, plebeyo" y comenzó, sutilmente, a hablar de los pocos modales de la clase baja orensana en un intento de ofenderme; supongo que llevando la sangre de seis familias de la nobleza en mis venas debería haberme puesto a su nivel, arrojarle el guante y cortarle la cabeza con la cucharilla del café, pero decidí ser educado (por respeto a mi madre) y me callé.
Una vez en mi casa, me arrepentí de mi cortesía. Debería haberle derramado mi té negro sobre sus cabellos, escupirle al rostro de ninfómana reprimida que llevaba, darle dos bofetadas y arrancarle el corazón con la cuchara de su café, tras meterle la cortesía por el culo. Pero no lo hice.
Tal capítulo no es un hecho aislado, ocurre a menudo en el feudo de Marujolandia. Y sólo tengo la esperanza de que algún día me deje la cortesía en casa.
Esta mañana, tras haber terminado con ciertas obligaciones burocráticas acompañando a mi madre, decidió sentarse en las susodichas terrazas; el sitio en sí no está tan mal, de no ser porque los camareros se pasan la mitad del día escondidos en algún rincón fuera de esta dimensión, por la legión de yonkis que acuden rogando dinero para un autobús a Santiago (hay uno que lleva un año dándome la misma excusa: le faltan dos euros para coger el bus a Santiago); y claro, detrás de los yonkis, vienen los rumanos y de cuando en cuando, una vez se han marchado los rumanos algún mendigo de los de toda la vida. El problema es que como le sueltes una moneda a uno, te acosarán todos para el resto de tu vida siempre que pases por ahí; y no me malinterpreten, bastante desgracia tienen algunos, pero uno no puede dejarse veinte euros cada vez que se pasa por ahí.
Hasta ahí, puede ser un sitio normal, pero entonces aparece la "jet set" de aquesta mi vieja ciudad. Entiéndase por "jet set" a las hordas de Marujolandia, grupitos de señoras de mediana edad que se sientan con todas sus alhajas brillando al sol que se cuela entre los robles, piden dos aguas y un café entre cinco (pero con patatas, anchoas y aceitunas de tapa, por supuesto). Y entonces empieza la afición popular por excelencia de las cincuenta Damas de la Orden de Marujolandia (entre alguna pareja o un anciano tomando su whiskito por allí perdidos): criticar, criticar, criticar. Lo que sea, como sea, y al precio que sea. Se organizan bajo una voz cantante, que grita más de lo que habla, que hace aspavientos que recuerdan a un epiléptico en plena crisis y protesta por todo aquello que no puede aferrar con su zarpa codiciosa; el resto, como buenas gallinas, cloquea al son del gallo (aunque también sea femenino en este caso) y el gallinero va que da gusto verlo: todo es una crítica orquestada y melódica que no deja títere con cabeza.
Como dije, hoy estaba sentado en una de esas terrazas con mi madre. A nuestro lado, una pareja de jóvenes salidos como mandriles adolescentes jugueteaban inocentemente sin molestarnos más que con el sonido fuera de escala habitual. ¡Pero a nuestra derecha! Se sentaron cinco Marujonas en campaña, pidieron un café, un agua y una Fontvella Sensación Manzana y nada más sentarse, empezaron a criticar a la camarera por tener "más culo que espalda" y su peinado "absolutamente horroroso", posteriormente a la horda de mendigos que le asaltaron pidiendo una moneda y un cigarro, a la pareja de mandriles por escándalo público, al anciano que estaba dando de comer a las palomas por poco higiénico, a mí por reclinarme en el respando y tener las piernas estiradas (¿¡tanto les ofendía!?), étc, étc.
Les dirigía una señorona con un peinado que recordaba a una cresta multifacetada y cuyo modelo dolorosamente llamativo haría enternecerse a la mismísima Ágata Ruiz de la Prada. Una vez se embaló con mi crítica, se lanzó a una cruzada por la purificación de la juventud, acusando a los jóvenes de una plétora de calificativos poco apropiados para escribir aquí por su manida simpleza a voz en grito, espantado a las palomas, al ancianito y a mi paciencia.
Cuando amablemente le pedí si podía hablar más bajo, me ignoró con un gesto de "a freír espárragos, plebeyo" y comenzó, sutilmente, a hablar de los pocos modales de la clase baja orensana en un intento de ofenderme; supongo que llevando la sangre de seis familias de la nobleza en mis venas debería haberme puesto a su nivel, arrojarle el guante y cortarle la cabeza con la cucharilla del café, pero decidí ser educado (por respeto a mi madre) y me callé.
Una vez en mi casa, me arrepentí de mi cortesía. Debería haberle derramado mi té negro sobre sus cabellos, escupirle al rostro de ninfómana reprimida que llevaba, darle dos bofetadas y arrancarle el corazón con la cuchara de su café, tras meterle la cortesía por el culo. Pero no lo hice.
Tal capítulo no es un hecho aislado, ocurre a menudo en el feudo de Marujolandia. Y sólo tengo la esperanza de que algún día me deje la cortesía en casa.